El balcón de doña
Elvira
(Cuento escrito para la revista de la Asociación Cultural
"La Encerrona" Nº 6 - 2012)
Relato de los encierros de Ampuero y de ciertas peripecias fictícias que suceden a varios personajes conocidos, como Raúl Castro, Miguel Ángel Revilla, Pedro, el poeta, etc.
Suele decirse que en ocasiones la realidad supera a la ficción. En esta ocasión
aseguro que todo ha sido inventado, para tranquilidad de aquellos que creyeron que fue verdad lo que se narra, que no han sido pocos.
aseguro que todo ha sido inventado, para tranquilidad de aquellos que creyeron que fue verdad lo que se narra, que no han sido pocos.
Llegó la
fiesta y los pañuelos rojos vuelven a los cuellos. La ilusión contenida durante
meses detona en trepidante actividad. A la procesión de la Virgen Niña sucede
el jolgorio librado por los pasacalles de las charangas. Las estrechas avenidas
y la plaza mayor se atestan con la afluencia de forasteros, todo es bullicio,
vaivén reiterativo de música, voces enaltecidas y cohetes. Ya no se puede
aparcar ni a tres kilómetros del pueblo y los bares comienzan a llenarse.
A Patricio
Martínez, alcalde de Ampuero, le notificaron a las diez de la mañana que
Ignacio Diego acudía a presenciar el encierro junto al presidente de Cuba, que
se encontraba de viaje en la capital cántabra con el fin de estrechar
relaciones comerciales y buscar oportunidades de inversión entre las ciudades
portuarias de La Habana y Santander. Fuentes de la consejería de cultura
filtraron que al mandatario caribeño y a su séquito les ofrecieron la
posibilidad de visitar Santillana del Mar y la Cueva de Altamira; pero lo que
no imaginaron es que los cubanos se traían la hoja de ruta bien diseñada:
acudir el domingo a la encerrona ampuerense.
La
respuesta de Raúl Castro fue categórica: “Mejor que en pintura prefiero ver los
bueyes correr por la calle”.
En la calle,
lo que realmente se sentía era un calor implacable y las personas que han
venido de fuera comentan lo mismo: “¡Qué suerte tienen los de Ampuero, siempre
pega el sol en su fiesta!”. Estos días de septiembre son los más luminosos del
calendario, se ve en la lejanía las montañas como si estuvieras mirando por un
prismático.
Pedro, el
poeta, lo achaca al viento sur, el antecesor de los ventarrones que echan abajo
las castañas y alguna que otra teja. Pedro, ya no tenía edad de correr el
encierro pero ese año anunció a bombo y platillo en una tertulia del “Casino
Habana”, que el domingo iba a situarse en lugar preferente para ver la manada
descender el puente y enfilar la calle mayor y justo cuando se acercaran correr
unos metros a lado de algún astado. Y es que Pedro saboreaba como nadie aquella
fiesta y conocía al dedillo sus entresijos debido a la experiencia y a una afición inquebrantable.
Al llegar
a la altura de la farmacia y atravesar la talanquera tuvo la sensación de estar
traspasando un linde prohibido que abría las puertas a otra realidad. Apenas se
introdujo unos pasos en este nuevo espacio sagrado vio con disgusto la
comitiva, de concejales y guardia civil, que inspeccionaba los cierres del
vallado y a su vez limpiaba el recorrido de gente inapropiada. En adelante
caminó con cautela deseando pasar lo más desapercibido posible.
Su sobrina
le habló por teléfono dos días antes: “Ten cuidado con el encierro que te
conozco, que tú no miras por la seguridad; ocurre una desgracia y luego todos a
lamentar. También su amigo Jesús Garper le advirtió de modo franco. “Nosotros
ya no estamos para estos folclores, ven a la casa de Piano Camino y lo ves todo
desde el balcón”.
Incluso el
alcalde le sugirió que viese el encierro desde un mirador: “No juegues con la
suerte, mira que vendrá el delegado del gobierno a percatarse en persona que
todo se desarrolla con la máxima seguridad; que los tiempos no están para
muchas ínfulas taurinas”.
“ Yo iré a
mi aire y no pienso meterme en esos balcones que parecen latas de sardinas”.
“¡Te
advierto!”, dijo el alcalde en tono decidido, “que no te lleve a sorpresa si
envío a un alguacil antes que tiren las bombas para que te detenga y no sales
del calabozo ni para tomar los blancos”.
El alcalde
apenas tuvo tiempo de encontrar el balcón idóneo para albergar a sus
inesperados huéspedes cuando sonó su teléfono anunciando otra novedad; también
Miguel Ángel Revilla; De la Serna y Rosa Eva, la líder socialista, venían al
encierro.
Era la
primera vez que un presidente de Cantabria acudía a Ampuero a presenciar la
“encerrona”. Es como si a los políticos de esta región estar presentes en este
espectáculo les aterrara. Hoy sin embargo ninguno parecía poner muchos reparos.
Patricio Martínez incluso llegó a pensar que lo mismo el presidente de ARCA
solicitaba un hueco en alguna solana estratégica del recorrido.
En la calle
los jóvenes que aguardaban los toros, afiliados al mismo rito y a equivalente
reto, se unían en círculos afines, unos con actitud más estática y otros
ejercían estiramientos musculares con el fin de mantener mejor la flexibilidad
para rendir a la hora de la carrera. Todos en mayor o menor medida con los
nervios a flor de piel y el latido de sus corazones precipitado por una
pendiente.
Pedro, el
poeta, saludó a varios conocidos que se daban cita todos los años guiados por
el mismo apego a la fiesta cuando sonó la primera bomba, la de prevención, la
que obliga ya con urgencia a retirarse fuera del vallado a quienes no van a
correr el encierro, la señal que también abre a los toros su recinto y los
permite avanzar hasta el ruedo de la plaza.
Resultó
también el instante en el que recibió un toque de atención en la espalda. Al
girar la cabeza reconoció el rostro de José Antonio, el municipal.
“Me ha
dicho el alcalde que debes acompañarme hasta el portal de doña Elvira”.
“¿Y si me
niego?” preguntó de forma mecánica.
“Me temo
entonces que habrá que suspender el encierro” respondió el municipal con temple
entristecido.
Hubiera deseado
replicar pero guardó silencio y obediencia al juzgar que no era momento ni
lugar oportuno para armar trifulca.
“Y tal
hecho no debe producirse, ¿no es así?”.
“Pues no
creo que le hiciera mucha gracia al presidente de Cantabria ni a Raúl Castro”.
“¿A quiénes
dices?”, indagó el de la Bárcena sorprendido, pues nada había trascendido de
tales visitas.
El policía
explicó a Pedro el vaivén extremo de la jornada y que en los balcones
principales ya no cabía un alfiler y al acalde se le ocurrió la idea de abrir
varias casas abandonadas, entre ellas la de doña Elvira y colocar allí a unos
cuantos. El alguacil abrió el portón cuyos goznes chirriaron como una jaula de
grillos e invitó a Pedro a entrar.
“Sube
rápido para coger sitio porque aún tengo que ir a buscar a Revilla que es el
último que falta por colocar”.
Miguel
Ángel Revilla comprobó con total desconcierto el portal
oscuro donde lo habían dejado, arrastrando los zapatos y con el brazo extendido
por si tropezaba en algún obstáculo logró tantear los peldaños de la escalera y
el pasamanos.
”¡Por Dios,
en menuda cueva me han metido!” clamó en voz alta mientras sacaba el mechero
para iluminar el piso y profundizaba las caladas del puro que fumaba.
“Seguro que
todo esto ha sido idea de Ignacio Diego”.
Los
escalones crujían a cada paso y todo olía a polvorienta cerrazón. Llegó al piso
con el estruendo de la segunda bomba y cruzó el pasillo orientado por la
claridad y las voces procedentes del balcón abierto a la calle mayor.
Toda la
casa parecía un cofre cerrado que exhalaba un denso tufo a humedad y mugre, un
revoltijo de muebles y estanterías apolilladas.
En el
balcón fue recibido con alborozo por Pedro, el poeta, que lo abrió paso hasta
la primera fila. El alcalde también había instalado allí a los miembros de una
peña taurina de la localidad francesa de Eauze, que habían venido ex profeso a
ver el encierro y la corrida de la tarde.
A sonar la
tercera bomba, la definitiva, la que anuncia que los toros ya se encuentran en
el recorrido, la calle reventó en un murmullo que aglutinó temores e
impaciencias. La multitud respiró hondo en provisión de oxígeno y en las
talanqueras y balcones interrumpieron las conversaciones, las sonrisas y todo
movimiento innecesario. El espectáculo del encierro, tan célebre, tan intenso y
extremado, tan misterioso e incomprensible daba comienzo y todos necesitaban
estar alerta sin perder detalle de cuanto iba a suceder.
Pedro bien
enterado estaba de cómo eran los morlacos: bien armados, altos de cruz y de
ancas, metidos de lomo y todos azabaches menos uno bronceado; y según sus
confidentes, éste era el más peligroso porque derrotaba a diestro y siniestro y
parecía no querer hermanarse.
Una voz
amplificada por cien gargantas anunció: “Ya vienen”. Los mozos emprenden la
carrera sólo unos pocos, los más atrevidos y con mayor experiencia demoran la
decisión porque quieren situarse junto a las astas. Los mansos arropan a cuatro
de los morlacos y descienden el puente, la pendiente aunque ligera da alas a la
torada.
En el
balcón el ánimo se solivianta. “¡No empujéis, no seáis bestias!” recrimina
Revilla a cuantos tiene detrás porque lo presionan contra los balaustres en el
afán de querer ver cuanta más calle.
Pedro se
percata de los primeros movimientos de estrategia, distingue entre otros a
varios corredores de la Peña “El Burladero”, con sus inconfundibles camisas
verdes dejándose caer hacia la manada; también a Sergio Rodríguez, el hijo de
Toñón; a Juan, el de la Bárcena y a varios forasteros.
Tratan de
aguantar esos segundos de gloria donde se percibe el aliento del animal y
obtener tal prebenda en el tramo más vistoso, donde los edificios sostienen una
bella alternancia de miradores y solanas, donde se encuentran mayor número de
espectadores y fotógrafos; el escenario idóneo para lucirse.
Uno de los
bravos rompe la formación y gana unos metros de ventaja, corre por la derecha
demasiado pegado al vallado. Amenazante, poderoso; mira y cabecea hacia la
legión de corredores pasivos, que de pié, ficticiamente acarician las traviesas
de madera como posibles tablas de salvación. Pedro, hubiera estado allí, entre
ellos, en el “tendido cero”, desoyendo todos los consejos, tragando saliva e
inmóvil como esfinge y rogando que semejante enemigo pasara de largo cuanto
antes.
Los
corredores optan por los toros escoltados por los cabestros, únicamente Sergio
se planta ante el animal que es punta de lanza. Es joven y tiene facultades
aunque la carrera es arriesgada. Cada décima de segundo el toro le lima
terreno, se fija tanto que se posiciona en un abrir y cerrar de ojos en el
centro de la calle a su persecución para el alivio de cuantos le esperaban
junto a los tablones. Ha hecho hilo con él y “el graderío” ya piensa que no
tiene posibilidades pero Sergio, que en ningún momento ha perdido la cara del
astado, en el instante justo logra salirse por el costado izquierdo ante el
mismo morro rizado del burel.
El
bronceado se une a los de atrás y se abren en abanico sin dar derrotes y aún
hay jóvenes que pueden sostener una carrera a escasos metros de los pitones y
antes de ser rebasados logran zafarse de las bestias sin producirse tropezones.
A Revilla
le ha gustado el espectáculo y con ánimo pletórico pregunta a Pedro, si vuelven
a pasar.
“Sí, van
hasta la Pinta y allí dan la vuelta”.
En un abrir
y cerrar de ojos la manada vuelve bajo el balcón en dirección ahora hacia la
plaza de toros.
Pasan
despacio y permiten a los jóvenes posicionarse con comodidad. Para el líder regionalista todo parece haber
salido a las mil maravillas y en el balcón se instala un aire de euforia, los
franceses avivan el parloteo riendo y bebiendo de una bota de vino, que pronto
llega a manos del ex presidente, que acepta la ronda con buen ánimo.
Pedro, el
poeta, no consigue que le entiendan, con el gesto crispado vocifera que el
encierro no ha terminado.
“¡Qué falta
uno!”. Es el bronceado, el de astas grandes y simétricas. Va con la cara alta,
fijándose y acometiendo aunque con escaso recorrido. La calle se ha vaciado por completo y campa a
sus anchas. Cada pocos metros se detiene y los pastores navarros que tratan de
arrearlo desde atrás para que acelere el paso ya han esquivado dos o tres veces
su embestida traicionera.
Revilla
adivina con esa convicción que hiela el corazón en los peores descubrimientos
que la barandilla donde se apoya ha cedido. Ninguno a su alrededor advierte la
eminencia del desastre, la atención se centra en el toro que ahora se detiene
junto al balcón de doña Elvira, con la mirada clavada en la talanquera como
buscando su punto débil para seguido arremeter y escaparse.
Una de las
zapatas que sostiene la armadura del suelo de la solana se fracturó, roída por
las termitas y maltratada por las lluvias de un siglo, no resistió el peso. Fue
justo la esquina donde se encontraba Miguel Ángel Revilla la que se desarbolo.
Miró entorno suyo con desesperación, los pies se le hunden entre las maderas
como si estuviera pisando un colchón de aire. La sacudida hizo que primero
cayera de rodillas y luego ya sin suelo a sus pies se coló por la grieta. Uno
de los franceses logró evitar la caída al echarse hacia atrás en el último
segundo.
Todos
observan la escena boquiabiertos y
únicamente Pedro, el poeta, corre en ayuda del popular político con
extraordinaria rapidez. La pérdida de un instante hubiera sido fatal; pero no
titubeó y se precipitó para asir de las muñecas a Revilla y evitar su caída a
la carretera. El cuerpo del de Polaciones quedó oscilando en el vacío, como el
péndulo de un reloj gigante, ante el estupor de los espectadores que
contemplaban el encierro.
En el
balcón presidencial, el alcalde de Ampuero sostenía a duras penas a Talia, la
presunta esposa de Raúl Castro, tras sufrir ésta un desvanecimiento.
Fueron
segundos para rememorar. El toro en un arranque formidable se alzó a dos patas
y embistió al bulto que pendía balanceante. El público tembló de emoción, la
punta del pitón no alcanzó el cuerpo de Revilla por escasos centímetros.
El toro
retrocedió, tensó sus músculos como en afán de coger impulso y volver a lanzar
su mole hacia lo alto. Revilla contempló de cerca la fiereza de sus ojos, una mueca de horror provocó que a duras penas
pudiera sostener el puro entre sus labios. Estaba perdido.
El de la
Bárcena entonces se arrodilló a su lado, algunos trozos de madera se
desplomaron a la carretera, él también podía hundirse sin remedio en cualquier
momento pero en un gesto formidable de coraje optó por rescatar a Revilla de
una vez por todas de aquel singular apuro.
Cuando el
toro lanzó el derrote decisivo, justo en ese instante, Pedro logró izar el
cuerpo de Revilla y sostenerlo en alto el tiempo suficiente para que lo
agarraran los franceses.
Al
retirarse ambos del peligro no tardó en caer medio balcón a la carretera y
algunas tablas dieron sobre el mismo burel que arrancó sobresaltado y como una
centella hacia la Nogalera.
“Se libró
de milagro” comentó el alcalde.
“¡Qué
chingón el de bigotes! hasta el final sostuvo el cigarro habano” exclamó Raúl
Castro.
“No podía
ser otro que Revilla, siempre queriendo sobresalir y dar la nota” puntualizó
finalmente el presidente autonómico con gesto de desaprobación.
S.B
- FIN-
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