viernes, 4 de enero de 2013

Cuento. Las últimas Navidades de Aurelio Morán

Las Últimas Navidades de Aurelio Morán

 S.Brera



       Aquellas navidades nevó en Entrepeñas como no recordaba Aurelio Morán que lo hubiese hecho antes. Cuando presintió el fuerte temporal que se avecinaba Aurelio reunió toda la leña y víveres que le fue posible en previsión, sobre todo, de la visita de su familia. El año pasado no vinieron pero en esta ocasión calculó con optimismo que comería el pavo, que con tan delicado interés criaba en el corral, en compañía de su hijo, su nuera y principalmente de sus nietos, a quienes tanto deseaba conocer.

        Durante jornadas sin interrupción un viento gélido amedrentó las escarpadas laderas donde se encaramaba el pueblo. Pronto la carretera de acceso quedó sellada por la nieve y una abrumadora soledad se adueñó de las calles y de la pequeña plazuela contigua a la iglesia de San Bernabé. En una semana Aurelio apenas se movió de su habitación, sentado en una banqueta contemplaba aburrido a través de la ventana la interminable tormenta. Pensó con frustración en la dificultad que tendría su hijo para llegar desde Madrid hasta el pueblo; lo más lógico creyó, es que hubieran aplazado el viaje para año nuevo advertidas las condiciones climáticas.       

       Una tarde imaginó a Pepe, el cartero, en el patio de su casa portando apremiantes noticias pero la figura de su viejo amigo desapareció como el humo en un abrir y cerrar de ojos.          

       El frío cortaba como un cuchillo el día que se internó en el bosque con la intención de traer a casa un pequeño árbol de navidad. Si al final venían los de Madrid debía estar preparado para recibirles con todo merecimiento; pensaba en los niños, en cuanto disfrutarían correteando alrededor del pino y colgando en él muchos adornos y regalos. El esfuerzo de cortar el árbol a hachazos y arrastrarlo luego por el sendero nevado resultó extenuante para Aurelio. Durante este particular vía-crucis creyó ver por un momento a Germán, asomado en el desvencijado balcón de su casa, incluso a punto estuvo de llamarlo pero no tardó en apreciar que se había tratado de un caprichoso error, que achacó sin darlo mayor importancia a la furiosa ventisca.         

       Una mañana halló en el fondo de un baúl varias revistas, plásticos de colores y viejas fotografías familiares que recortó en tiras para luego fijarlas al árbol. Así se entretuvo varias horas consiguiendo finalmente separarse de la ventana y sustraerse a la danza infinita e hipnótica de los copos de nieve. Otra mañana que por fin amaneció soleada imaginó la eminente llegada del nuevo año y decidió salir a visitar a sus vecinos. La luz renovada inundó su mísera vivienda y los rayos del sol consiguieron penetrar en su piel de viejo reptil desentumeciéndole. Eligió su mejor traje y la gorra de cuadros de estilo escocés. A través del sendero de su huerta observó contrariado el penoso estado de ésta y se comprometió a adecentar las tapias y el cobertizo, más temprano que tarde. El anciano campesino se encaminó calle arriba, hacia la iglesia, al encuentro de sus amigos pero regresó al poco tiempo envuelto en una desoladora expresión de fatiga y desconcierto. Durante varios días permaneció acostado diríase que vencido definitivamente por la más absoluta desesperanza.           

       El claxon de un vehículo sonó repetidamente; el nordeste había dejado de soplar de manera que lo oyó con toda claridad, a pesar de ello, juzgó que podía tratarse de un nuevo desvarío, llevaba excesivo tiempo habitando un reino de demencia y ruina y no podía fiarse de sus debilitados sentidos. Realmente nunca supo explicarse como se fueron desencadenando los hechos y las razones por las que uno tras otro sus vecinos fueron marchándose del pueblo. Empecinado en permanecer en aquel pedregal desolado rechazó la última oportunidad que se le brindó cuando falleció Avelina y a Ramón, el menujas, lo rescataron medio congelado y engullido por la maleza y lo trasladaron en ambulancia al asilo provincial. Pero hoy iba a tener lugar la visita tan esperada de su familia y debía prepararse para recibirlos, de la huerta podía recoger buenos frutos y el pavo ya había engordado lo suficiente como para deparar un buen festín. En este punto un pensamiento de pesadumbre se interpuso en su mente, aquellas malditas alimañas lo asediaban por la noche pero no iban a eclipsar ahora su triunfo.          

       Lo importante ahora, opinó mientras se incorporaba del camastro y escuchaba ruido de pasos y pisadas era mantenerse erguido, digno y seguro de sí.

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