domingo, 25 de septiembre de 2016

Lecturas otoñales: El Quinto Infierno



El Quinto Infierno

 No perdonamos un solo bar en toda la calle y en el extremo de ésta, en el tramo que se estrechaba y parecía no tener salida vimos el letrero de “El Quinto Infierno”. Los dos entramos en el local arrastrando ya una buena estocada.
Era una especie de pub desvencijado y con poca iluminación, sonaba música de The Cure y las paredes estaban decoradas con ingenuos dibujos de diablos y cementerios. Al fondo del local tres chicas de aspecto tenebroso y destacada palidez  ocupaban una de las mesas, llevaban vestidos negros, guantes y botas altas;  ambos coincidimos en pensar que nos observaron con aire despectivo, como si nuestra presencia no fuera de su agrado.

-¡En menuda cueva de murciélagos nos hemos metido! – exclamó mi amigo Enrique.

     -Ya ves, en “El Quinto infierno”.
     La aparición repentina del camarero con aspecto de vampiro maquillado nos sobresaltó. Claro que los tres habíamos cambiado desde los tiempos del Colegio de San Esteban pero su particular fisonomía lo delataba y a pesar de ello él nos reconoció primero. Era Quintanilla, el rata, un compañero de la época en que cursamos EGB en Redueles del Campo. Quintanilla solía ser blanco de burlas por sus prominentes orejas, cejas gruesas y frente amplia, pero era temido por arrear contundentes puñetazos.  Conversamos con unos cubatas en la mano de episodios vividos en el colegio: del cine, los recreos, los partidos de fútbol… y como no de los curas, sobre todo del padre Clemente y del Palacios, los grandes ogros del colegio.

     -¡Qué cabrones eran! – exclamó Enrique.
    - El Palacios parecía simpático pero cuando entraba en faena sonreía con aquel diente de oro, giraba la cabeza como tío vivo, se le venía el flequillo hacia adelante  y luego atizaba más hostias que en misa – comenté con entusiasmo. 
    - Dos dientes de oro – puntualizó Quintanilla con tal rotundidad que tanto Enrique como yo reímos.    
    - Era un sicópata- concluyó mi amigo mientras tomaba un trago.

Recordé en ese momento que fue sonada la ocasión en que el padre Palacios encontró a Bruno, el de Ucieda y al mismo Quintanilla  fumando en los baños, hasta el centro del patio los llevó a los dos agarrados del pelo y a patadas.

    -Ya sabréis que el colegio desapareció con las obras de la autovía de la meseta- dijo Quintanilla.   
    -Sí, ayer mismo pasamos en el coche por delante viniendo hacia Burgos – dije.
    - Yo trabajé en Redueles al principio de las obras cuando desmantelaron el colegio- confesó Quintanilla. - Fue un placer tirar abajo aquel campo de concentración con la pala excavadora.

    - La verdad es que tú eras un poco trasto- comentó Enrique.
   - En cambio vosotros erais de los obedientes.
   -El Clemente fue el último en morir- me vino a la cabeza.
  - No, al último que enterraron detrás de la capilla fue a “la momia”- afirmó Quintanilla de nuevo categórico y dirigiendo de súbito su mirada hacia una de las mesas del lado izquierdo.

  - Dentro de lo que cabe “la momia” era el mejor de todos-  opiné.
  - No lo creas, a mí intentó violarme en el gimnasio- manifestó Quintanilla sonriendo- menos mal que de un manotazo pude quitarle las gafas y como era un cegato me escapé por la puerta de la sala de futbolines.

 Ni Enrique ni yo supimos que decir. En ese momento entraron otras dos chicas al bar con cuerpos ajustados con corsés de látex y cuero negro. Mientras Quintanilla las servía unas copas entendimos que realizaron entre sí algún comentario sarcástico sobre nosotros, rieron un rato con lo que les contaba el camarero y luego ocuparon una de las mesas donde ya dejaron de mirarnos y comenzaron a besarse de manera apasionada.

     -¡Esto es la leche!- comentó Enrique.
    - En fin, creo que es hora de irnos ya hemos vagabundeado bastante por hoy - señalé mientras miraba el reloj.
     - ¿Recordáis las gafas de “la momia”? – nos preguntó Quintanilla de improviso.
     - Claro que me acuerdo,  de cristales de culo de vaso y armazón de pasta como de color verde- contesté.
     - Así son y le enterraron con ellas. Antes de iros echar un vistazo a los adornos que hay en cada mesa- manifestó Quintanilla, el rata, esbozando una sonrisa tan malvada, pienso ahora, como la de uno de los  diablos pintados en la pared que con su tridente empujaba a los pecadores al suplicio eterno de las llamas.

En el centro de cada mesa había fijada una calavera iluminada por una bombilla interior, justo en la mesa en la que estaban sentadas las dos chicas el cráneo tenía puestas las mismas gafas que terminaba de describir.

Atónitos y desconcertados coincidimos luego
en fijar la atención en la calavera del
padre Palacios; y sí efectivamente no tenía
un diente de oro sino dos.

Del libro: "Las angulas del Malvecino
 y otros cuentos".

 

                           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 comentario:

  1. Hola Santi y blogueros varios: es un cuento cojonudo.Sigue con este blog que apasiona aunque no se tenga conexión con Ampuero, pueblo pintoresco donde los haya.
    ¡Viva Ampuero y viva Brera¡

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