miércoles, 21 de diciembre de 2016

Relato de invierno. El Pinzas. Novedad.

Jerónimo Canales era el pontífice de las personas raras. Un hombre de pocas palabras, menudo y con una mirada que aunque no desprendiera hostilidad siempre llenaba de inquietud. Vivía con desahogo en una casona muy vieja de tres plantas situada a la entrada del pueblo. En escasas ocasiones se le veía por el día pero al anochecer deambulaba por las calles para recoger las pinzas que se caían de los tendederos de la ropa. 



El viento sur era su aliado, las noches en que soplaba con fuerza  alcanzaba un estado anímico exultante, salía de su casa y no regresaba hasta el amanecer con los bolsillos repletos de pinzas. Las recogía del suelo como si de monedas de oro se tratara, no le importaba si fuesen de plástico o de madera o incluso rotas, porque en la misma habitación donde dormía tenía instalado un pequeño taller para repararlas.
      Durante las veladas ventosas Jerónimo recorría con un entusiasmo desquiciado las calles en las que residían más vecinos y en estas aceras y plazoletas donde se ubicaban los bloques de pisos de mayor altura hallaba su recompensa, esas populares tenacillas que caían de balcones y ventanas como los  frutos maduros caen de los árboles. En la noche más afortunada llegó a recoger sesenta y cinco unidades pero en ocasiones regresaba a su casa de vacío, inmerso en un frustrante nerviosismo que le exigía salir sin demora la jornada siguiente para resarcirse del fracaso.  
       Esas correrías nocturnas no pasaron inadvertidas a pesar de que Jerónimo Canales actuaba con la máxima discreción, procuraba vestir de oscuro y se movía con sigilo en los callejones poco iluminados. Resultó inevitable que desde alguna ventana una mirada fortuita lo descubriera agachándose a recoger su botín y que algún vecino a pesar de lo intempestiva de la hora  se cruzara con él y averiguase su chiflada actividad, la cual  se propagó a los cuatro vientos y cimentó en el pueblo gran desasosiego.
      En ese clima de recelo no tardó en arribar el primer incidente. Una mujer que salía de su portal para dirigirse a su trabajo un amanecer lluvioso le sorprendió recogiendo una pinza de color verde que reconoció como suya.
      -¿Qué haces aquí maldito loco?- le increpó con hostilidad-   ¡Dame ahora mismo esa pinza!
      El desconcierto alcanzó en Jerónimo tal proporción que no supo reaccionar, adoptó una expresión tan ausente, tan ensimismada,   que irritó a un más a la mujer que le pedía con insistencia que le entregara la pinza.  Jerónimo no espabiló hasta recibir un paraguazo en la cabeza, entonces huyó como alma que lleva el diablo y  llegó a su casa con la pinza verde en su poder pero tan cargado de angustia que se encerró bajo ocho llaves durante toda una semana.
      El segundo litigio fue aún más grave. Jerónimo percibió una noche como las ráfagas de viento golpeaban en los miradores de su habitación y a pesar de haberse prometido cesar en sus actividades nocturnas no pudo evitar perder el sueño y que un hormigueo comenzara a devorarle. Se ahogaba y tuvo necesidad de abrir las ventanas para sentir de cerca las corrientes de aire. No podía permanecer quieto, recorrió la casa de habitación en habitación buscando un refugio, un sosiego ante aquella ansiedad sin cordura que lo consumía. Las miles de pinzas que acumulaba dentro de viejos baúles y armarios, sobre estanterías y mesas, a veces ordenadas por colores, otras tiradas al azar a lo largo de los pasillos no le confortaban, necesitaba más, otras distintas a aquellas que ya poseía, esas que esta noche le podía brindar el vendaval.
      Jerónimo sucumbió a la llamada nocturna, al viento, al afán incontrolable de vestirse y salir a la calle en busca de más pinzas  como si se tratara de una necesidad trascendental. Recorrió varias avenidas sin cobrarse una sola pieza y la ocasión no podía resultar más propicia, pensó que quizá hubieran advertido de la llegada del viento y todos en el pueblo recogieron la ropa y los tendales.  A las dos horas de transitar desesperado, sin resultado alguno,  dio con un balcón bajo, de entreplanta, de fácil acceso; en él había un tendedero de pie con ropa infantil sostenida por unas pinzas de color rosa con forma de osito. Jerónimo fue consciente de la oportunidad pues no poseía ningún modelo así, sin embargo también entendió que entrar en  aquel balcón era un salto cualitativo que le obligaba a traspasar una arriesgada frontera. Meditó la cuestión y decidió que pese al riesgo no podía irse de vacío, necesitaba conseguir aquellas pinzas. Alcanzó el balcón sin dificultades pero con tan mala suerte que una vez en él al dar el primer paso tropezó con un tiesto donde había plantado un pequeño abeto y cayó de bruces sobre el tendedero.  No tardó Jerónimo en escuchar ruido y voces dentro de la vivienda, los latidos de su corazón se dispararon, no debía demorarse en escapar por lo que recogió con alboroto la ropa que se había caído al suelo para quedarse con las pinzas.
       Primero se encendió un farol que iluminó el balcón y seguidamente se alzó la persiana como el telón de un escenario teatral. Jerónimo se estremeció al encontrarse delante de un matrimonio en pijama y una niña que lo miraba boquiabierta. Tanto el hombre como la mujer eran jóvenes y corpulentos, el marido de gran estatura y de rostro afilado y facciones duras.   A Jerónimo le impresionó sus miradas tan llenas de ira y desprecio, aunque lo que realmente le causó más espanto fue advertir que entre sus manos sostenía unas braguitas de niña estampadas de color turquesa. Hubiese deseado que la tierra se le tragara en aquellos instantes, arqueó sus cejas en un gesto apacible de resignación que concluyó en sonrisa forzada. Posó la prenda en el suelo con sumo cuidado y sin demora levantó una de aquellas pinzas con forma de osito, en un gesto de imploración, como queriendo que comprendieran que eso era lo único que buscaba y no se interpretaran malentendidos.
      Jerónimo Canales, de una cosa estaba seguro al observar a través del cristal como el marido dirigía su mano ancha y musculosa hacia la manilla de la puerta, de aquella situación iba a salir como gallina desplumada sino ponía alas en sus pies.
  
                                                                    21-12-16. S.B


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