La
Leyenda del Castillo de la Bárcena
Por la
escritora montañesa Concha de Pascual
México,
D.F., 24 de Noviembre de 1949
Los
sucesos fantásticos, quiméricos, de leyenda, se graban en la imaginación
adolescente con caracteres imborrables…
El Castillo de la Bárcena, está enclavado
en el barrio del mismo nombre, perteneciente al Ayuntamiento de Ampuero, bello
pueblecito montañés, pintoresco, atrayente, acogedor. El rio Asón lo atraviesa
en su totalidad, fertilizando sus riberas, donde se extienden ubérrimas
campiñas, sembradas en su mayoría de enhiesto maíz, una de las riquezas de la
comarca, amén de extensos prados cuya yerba, recogida durante el estío, sirve
de pasto al ganado vacuno otra de las mayores fuentes de prosperidad en la
Montaña.
En nuestras correrías infantiles, habíamos
llegado con frecuencia hasta el castillo famoso y misterioso de la Bárcena. A
fuerza de verlo no le dábamos importancia, pero alguien nos dijo que sus muros
encerraban una trágica leyenda. Decidimos verlo por dentro, siempre habíamos
pasado de largo pues nuestra atracción principal por aquellos lugares eran las
moras, aquel fruto pródigo en los matorrales, apetitoso negro y dulce como a
miel. A veces nuestros brazos y piernas salían malparados con fuertes arañazos
compensados con el orgullo de mostrar nuestra cestita rebosante de aquel fruto
silvestre. Aquel día nuestro objeto era enterarnos de la verdad. ¿Qué sucedía
en aquel castillo…? ¿qué misteriosa leyenda encerraban aquellas piedras
desgastadas lamentablemente por el uso y la acción demoledora del tiempo…?
Como si lo viera por primera vez quedé
absorta, ante la mole de piedra que rodeaba el castillo. Dos imponentes
guerreros de talla mayor que lo natural custodiaban la entrada del gran arco
románico, que daba acceso al patio; en sus manos derechas sostenían porras y
sus rostros fieros, parecían detener al que intentase trasponer el umbral sin su
aquiescencia.
Un poco intimidadas por la presencia de
estos personajes esculpidos en la piedra, penetramos al gran patio. Un bello
escudo, se alzaba majestuoso sobre la artística mampara; aquellos leones,
cadenas y demás símbolos históricos, hablaban de grandezas pasadas, luchas
heroicas, batallas memorables y resaltaba blanquecino en el frontispicio gris
rojizo de la casona medieval aquel gran patio de grandes y geométricas
proporciones donde se admiran unos bancos de piedra derruidos con cabezas de
guerreros, dragones, grifos, serpientes aladas y otros animales mitológicos,
penetramos al zaguán, sombrío y rectangular; el pavimento lo formaban grandes y
cuadradas losas, el techo estaba sostenido por largas vigas; la gran puerta,
desvencijada, hacía tiempo no funcionaba, se plegaba ruinosa, maltrecha a ambos
lados de la pared pero aún podía apreciarse su artística talla y sus hermosos
clavos dorados hábilmente diseminados. A
la izquierda había una escalera ancha y oscura, a continuación del muro otra
puerta daba entrada a la enorme cocina con su gran campana sobre el hogar,
acurrucadita en una silla, una vieja hacía calceta. Continuamos explorando y
penetramos en un ruinoso recinto que debió ser jardín en otros tiempos mejores;
por allí se penetraba a una capilla diminuta, sin duda alguna de uso
completamente familiar; unas ventanas ojivales adornaban el frente, por cuyas
vidrieras, policromadas entraba la luz. Un poco atemorizadas, observamos aquel
lugar misterioso lúgubre y derruído; el suelo desprovisto de entarimado, la
tierra lo cubría con sus polvorientos montículos, la soledad más espantosa
reinaba en aquella mohosa capilla.
De pronto, un grito nos llenó de pavor…
con ojos desorbitados, contemplábamos una hornacina situada a la izquierda donde
estaban colocadas dos calaveras, cuyas cuencas vacías, parecían apostrofarnos
de la profanación que eran víctimas. La vieja despertó de su letargo y vino
presurosa a echarnos con frases indignadas… “niñas malcriadas”… la oímos
rezongar con su boca desdentada, mientras atropelladamente nos alejábamos de
aquel castillo tenebroso.
Pasaron muchos años… acompañábamos a unos
parientes que habían venido a visitarnos y conocer nuestro pueblo. Se trataba
de un eximio literato cuyos artículos profundos y bien logrados causaban
admiración en todos los periódicos de actualidad. Yo le admiraba, y sus frases
elogiando la campiña y la belleza de Ampuero, me llenaban de placer inusitado.
Quiso contemplar el Castillo y le encantó sobremanera. Admiró la magnífica muralla
que le rodea con sus rasgadas aspilleras, contemplo la talla de aquellos
imponentes guerreros de rostro fiero y ademán salvaje… Tradujo la significación
del escudo… Extasiada le oía sin perder una sílaba.
Salió la vieja, aquella mujerona que nos asustó
años atrás. Ahora, a la vista de aquel señorón se mostró amable y locuaz y al
ser interrogada, rezongó con voz cavernosa y cascada. “Como me lo contaron lo
cuento…” ¡Al fin me iba a enterar del misterio que se cernía entre aquellas
milenarias piedras…! Dicen que este castillo lo mandó construir un señorón muy
principal y que solo lo utilizaba en el tiempo que abundaba la caza pues
aseguran que había mucha. Acudían muchos personajes y se daban grandes batidas
por los montes, reuniéndose al final en animados banquetes y fiestas para
celebrar la victoria.
Cierto año, llegaron el caballero y la
dama a preparar con antelación los festejos de la temporada. La castellana era
bella y virtuosa, por el contrario, su esposo tenía un carácter belicoso y
altanero, no obstante vivían felices, gracias a la discreción, prudencia y
bellas cualidades que adornaban a la angelical señora. Casi siempre les
acompañaba numerosa servidumbre y un joven capellán que oficiaba diariamente en
la capilla del Castillo.
Un día,
que el señor había salido acompañado de sus fieles servidores a inspeccionar
los alrededores y cerciorarse si podía comenzar la temporada de caza se acercó
un viajero y comprobando que su amigo, dueño del castillo estaba ausente,
penetró en él, acercándose a la castellana y mostrándose su rendido admirador
le declaró un impuro amor. Horrorizada la virtuosa dama, refugióse en la
capilla, buscando amparo en su buen consejero el capellán.
Herido en su amor propio, juró venganza el
funesto visitante y salió despechado en busca del esposo. Lo encuentra y la
calumnia más vil mancha su alma depravada. Le sugiere la idea de que su esposa
platica demasiado con el apuesto capellán… El castellano altanero monta en cólera
y hostigando el brioso corcel, parte rápido en dirección del castillo, donde
entra atropelladamente armando gran estrépito entre sus atronadoras voces y los
cascos de los corceles. Baja presurosa la castellana, temerosa haya ocurrido
algún percance en la expedición y allí mismo, cegado por los celos, mata a la
esposa inocente; se dirige precipitado a la capilla y hallando al buen capellán
orando, sin mediar palabra, pone fin a la vida del sacerdote.
Esta es la historia triste de amor, odio y
crimen que entenebrece los muros de este castillo ruinoso…
Al fin logré saber la leyenda misteriosa
que tanto me había sugestionado y que quedó grabada en mi imaginación con
caracteres imborrables.
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