Hace ocho o
diez años, cuando en la iglesia, en el teatro, en cualquier sitio donde se
reunían varias mujeres, pasaba ante nosotros una muy perfumada, solíamos decir
husmeando: “¡Hum, qué gusto! ¡Qué perfumada va! ¡Parece una francesa!
Ahora
gracias a Dios, no decimos “parece una francesa”, porque las mujeres españolas
se perfuman en mucho mayor número: pero decimos otras cosas peores. Los
españoles, en general, creemos que una mujer que se perfuma, si no es
completamente irregular, por lo menos está a dos dedos. Las mujeres perfumadas
se nos antojan poco honorables, no nos parecen muy católicas…
La otra
noche, en una visita, apareció una dama muy crepuscular, muy repintada y muy
vistosa, oliendo, que trascendía, a esencia de heno.
“¡Ah, hija,
que perfumada vienes!” –dijo la dueña de la casa con retintín.
“Pues, no te
creas que me perfumo para que me huelan, sino por no oler yo a los demás. ¡Este
Madrid es tan aromático!”- respondió, como una centella, la crepuscular.
En la
psicología del perfume, lo primero que hay que estudiar es si el perfume hay
de servir para oler o si ha de servir para no oler.
En los
países medio civilizados, como el nuestro – donde el baño no es una necesidad
diaria como el comer o dormir, sino una vanidad o un sibaritismo de contadas
casas y de contadísimas personas, el perfume pierde su condición de intimidad
y refinamiento individual, y pasa a ser una aséptica, algo no usado por deleite
propio, sino para evitar el perfume ajeno, como hacía notar la dama de la
visita...
Fragmentos
del libro de Cristobal de Castro: “Las Mujeres”.
La
Esfera. Enero de 1918.
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