El cementerio de Ampuero, como otros campos santos, es como un pueblo autónomo con edificios y calles. En la entrada nos recibe, sobre su magna columnata, un ángel con expresión hierática pero que abre sus brazos en señal de acogida portando en cada mano una corona de laurel. Grandes artistas cincelaron estos monumentos funerarios, a principios del pasado siglo, hablan de la muerte con cierta melancolía aristocrática y también de las grandezas de un tiempo pasado.
Muy cerca, corona un panteón palaciego un segundo ángel, de delicada y misteriosa belleza nívea. El ángel encarnado, de larga cabellera, de expresión lánguida y ambigua juventud, no es masculino ni femenino pero posee la fuerza que proviene del cielo. Con su dedo señala hacia arriba, sugiere que la salvación de cuantos entran en el recinto únicamente se encuentra en manos de Dios. Todo el cementerio está lleno de símbolos, su silencio y melancolía sobrecogen porque nos hacen pensar en nuestra propia muerte, pero más que a ella es temor a lo incompleto de la vida, a terminar la existencia dejando tantos cabos sueltos, tantas asignaturas pendientes.
Las flores, ramos de claveles, de gladiolos o crisantemos,
reivindican a los muertos, manteniendo su recuerdo. La ceremonia ritual del día de los Difuntos se mantiene año tras año y congrega en el cementerio a cientos de personas.
Domina el símbolo de la cruz, el ornamento supremo, la máxima aspiración
para alcanzar la redención. Visitamos este lugar en escasas y obligadas
ocasiones y salimos lo antes posible porque dentro de sus muros es inevitable
pensar que un día entraremos para no salir. Nos convertiremos entonces en
residentes de este otro pueblo de Ampuero y ese tiempo que nos aguarda nos
precipita al desamparo. Por ello pasamos
de puntillas por sus senderos sin prestar la atención debida a los nombres inscritos en las tumbas.
Los panteones son los chalets que levantaron las familias más
adineradas, los nichos de colmena,
reflejan los edificios donde actualmente vive la mayoría de los
ampuerenses. Aspiramos a vivir sin
estrecheces pero en el sepulcro la muerte no admite privilegios, nos iguala,
aunque para todos es albergue donde no caben el dolor ni los temores.
Sobre las losas, en las lápidas, reconocemos a quien fuera nuestro maestro,
al dentista, más allá al carpintero, a
la señora que cultivaba la huerta , en la otra calle al párroco, a niños y
ancianos de los que alguna vez oímos hablar y, leemos también muchos nombres de
personas ya olvidadas. Todos se fueron sin obtener la
respuesta a los grandes interrogante.
noviembre 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario