“…El día de Jueves Santo se celebraba en la iglesia un acto
religioso en el que todos los años algún célebre predicador –generalmente un
fraile- pronunciaba un ardoroso sermón sobre la Pasión, que era acompañado de
una representación del Descendimiento plena de teatralidad y seguida por el
numeroso auditorio con grandísimo interés. Ese día, por la tarde, había cola
para entrar en la iglesia mucho antes de que se abrieran las puertas. En medio
del altar mayor, cuyo retablo estaba cubierto por una cortina morada, como
todas las imágenes del templo durante la Semana Santa, se colocaba un gran Cristo
crucificado; tras el Cristo había dos escaleras de las que solamente se veía el
extremo superior, pues el resto lo tapaba el manto morado. Dos sacerdotes – don
Rafael; el cura de Cereceda, y don Avelino- subían por las escaleras y se
situaban en la parte superior de la cruz, por encima de cada uno de los dos
brazos. A medida que transcurría el sermón, el predicador iba pidiendo que
fueran quitados los clavos que mantenían al Crucificado pendiente de la cruz y
decía:
“Quitadle el clavo de la mano derecha y que descienda ese
brazo; quitadle el clavo de la mano izquierda y que descienda ese brazo...” Y
así se quitaban los tres clavos y después, con un lienzo que rodeaba su pecho
que sostenían don Avelino y don Rafael, se descendía lentamente el cuerpo del Crucificado.
Siempre se equivocaba don Avelino. Cuando el predicador decía “¡Quitadle el
clavo de la mano derecha!”, si don Avelino estaba sobre el brazo izquierdo,
quitaba el clavo del brazo izquierdo; sí estaba sobre el brazo derecho no se
movía. Aquello en los predicadores noveles producía un cierto desconcierto,
pero no así en aquellos otros que estaban sobre aviso por haber predicado años
anteriores en la iglesia de Ampuero y sabían aprovechar el paréntesis para dar
mayor dramatismo al acto. Todo ello era muy celebrado y esperado por la
multitud de fieles que en aquel día se reunían en la iglesia llenos de fervor y
ávidos por contemplar aquella bonita ceremonia del Descendimiento con la
consabida equivocación de don Avelino…”
Dionisio García Cortazar. “A la orilla de mis recuerdos”.
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